miércoles, 23 de mayo de 2007

LOS DÍAS

No caminar, empujar el mundo hacia atrás con pasos seguros por la vereda, bajo el cielo raso del jacarandá -un cielo más próximo, casi palpable- y sobre la alfombra lila de sus flores muertas regadas por el piso. No aminorar la marcha ni modificar el pulso -ese ritmo establecido por los años, estable- hasta detenerse en la esquina trunca de la entrada al café, ante las puertas lustradas y el bronce de las manijas. Entrar, cerrar los ojos y oler. Tratar, como ayer, de separar los perfumes que forman el embriagante aroma del lugar: el roble de la balaustrada, el tabaco encendido, los granos molidos de café, los periódicos, las confituras, los licores, el chocolate y los años; el olor del tiempo impreso en el revoque de las paredes y en el entablado del suelo. Sentarse cerca de la ventana y pedir un cortado. Desayunar. Dejarse animar el cuerpo por el calor de los primeros rayos que se cuelan por la ventana, entornar los párpados y bañar la cara de sol. Verla entrar, colgar su abrigo, ponerse el delantal y sujetar su cabello con pequeñas horquillas cerca de las sienes. Escucharla exhalar animosamente para desprenderse de sus sueños y comenzar la jornada. Entenderla. Armarse de coraje, proyectar un dialogo espontáneo, un acercamiento que aparente casualidad. Sentir pavor: frío y calor, simultáneamente. Abandonar toda tentativa de contacto y mostrar un movimiento cómplice en la comisura de los labios para algún observador sensible. Detenerse en el dibujo ondulante de los restos de café en el fondo del pocillo como excusa para bajar la vista y esconderse por un instante. Pensar en nada, en todo. Abandonar las cavilaciones, salir del café. Cruzar la calle, retomar la marcha inalterable pero debidamente interrumpida. La pausa en el vano de la puerta y ese extraño lapso de completa abstracción que sólo puede generar el umbral del ingreso al edificio, son necesarios antes de empezar a escribir: respetarlos. Mirar con el rabillo del ojo, antes de entrar, las ménsulas del balcón corroídas por el tiempo -¿hasta cuándo aguantarán?-. Entrar. Acostumbrarse al oscuro palier del edificio y fijar la vista en el descanso de la escalera apenas iluminado por un ojo de buey. Pasar frente al ascensor enfáticamente estacionado como una roca -muerto- y llenar los pulmones de ese aire viciado y frío que espera al pie de la escalera. Subir. Buscar las llaves en el bolsillo del pantalón y abrir la puerta. Pasar revista sobre el conjunto de la habitación, luego sobre la cama y finalmente anclar la mirada en los zapatos negros de tacón, estáticos y pesados como el ascensor, tan determinantes y definitivos. Renunciar nuevamente a moverlos de lugar o tirarlos. Contemplarlos, en cambio, por unos minutos. Suspirar con ruido, con fuerza. Buscar el aguamanil y llenar la jofaina a media altura. Lavarse la cara y dejarla escondida en el cuenco de las manos por un instante. Disponerse a empezar. Sacudir las manos y pasarlas por la ropa; dejar humedecida la cara. Antes de acomodarse en el escritorio cubierto de papeles y libros, abrir la ventana y echar agua a la planta que descansa sobre el alféizar. Sentir el aroma del jazmín que trepa, albar como la nieve, por la pérgola de madera desde el jardincito que da a la calle: no dejarse sugestionar. Sentarse. Ver la hoja en blanco, tomar el bolígrafo y volver la vista hacia el papel. Desenfocar la mirada -no hay nada que ver en esa hoja -. Concentrarse. Concebir una idea: “la primavera siempre esconde una lágrima bajo su flor, por los funerales del otoño y sus hojas muertas, por un invierno severo, impiadoso”. Escribirla. Rendirse sin reflexionar ante el embriagante perfume del jazmín, dejar de luchar, dejarse vencer. Mirar, consecuentemente, el vestido carmesí y la soberbia de sus pliegues. Aferrarse a esa prenda inconmovible y diáfana que permite ver el bastidor de madera y las grapas herrumbradas del biombo sobre el que descansa: frontera que separa la cama desarreglada de la mesita oblonga repleta de libros viejos, el sueño de la vigilia. Detener el mundo, sujetarlo y sentir que se escapa. Retornar a las palabras en la hoja, verlas disolverse en una mancha que nada dice. No ver más. Sentir que las cosas -todas- son ociosas; los límites físicos, arbitrarios; el movimiento, inconducente; las formas, caprichosas; las horas, redundantes y la eternidad, terriblemente vanidosa. Borrar lo escrito y tirar la hoja. Volver a empezar. Intentarlo al menos.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Es la primera vez que entro y también es la primera vez que leo tan atrapante relato(si no me confundo),tan detallista que me llevo a sentir, ver y oler. Tus palabras me inspiran y me hacen soñar, gracias por eso. Para la próxima te prometo algo mejor. Tu hermanita.

Anónimo dijo...

Gracias viejo, lindo cuento, poético, entrañable.

f i c o dijo...

Gracias Gianni por el comentario. Voy a hacer una lista de los familiares preferidos según quienes me dejen su comentario (es excluyente) y quines se esmeren. Estas primerísima, claro.
Del resto voy a escribir cosas horribles y contar los secretos más ocultos, seré terrible.