martes, 28 de agosto de 2007

Gentes pegadas al suelo


Levanto la vista y la veo: una enorme y perezosa paloma que parece dormida, resguardándose en el alfeizar de una claraboya del edificio de al lado. Yo estoy muy próximo a la ventana de la cocina del 5to B y la distancia que me separa de la paloma es poco más que la del ancho de un auto, la luz que hay entre un edificio y otro esta dada por la entrada a la cochera subterránea. Ambos edificios, el de al lado y el mío, tienen ventanas laterales, lo que es bastante inusual en el apretado conjunto de moles de cemento que forman los edificios céntricos de la capital. Como si hubieran derribado al fin la casita del cuento de Donoso, “angosta y vertical como un librito apretado entre los gruesos volúmenes de los edificios nuevos” y hubieran dejado el espacio libre para el paso de los autos a la cochera.
Todo lo que pasa al lado y a la misma altura no puede sentirse muy ajeno, y esa cercanía resulta bastante incómoda por momentos. Es curioso, pero creo que la sensación de intimidad que se genera con los vecinos de ese edificio, por alguna razón que no puedo explicar, va aumentando a medida que aumentan los pisos y la altura. Podría ser peor, pienso, podría haber una de esas familias que piensan en los gritos y el quilombo diario como única forma posible de convivencia. Podría también tratarse de un sádico o un suicida, pero no. En cambio, hay una viejita solitaria y silenciosa que ve televisión todo el día sentada en un sillón de respaldo alto, con el tapizado amarillento y gastado. Eso es todo lo que se alcanza a ver de lo que parece ser una salita de estar, porque lo único que la ilumina es una lamparita de pié que baña al sillón –y ella cuando se sienta en él– con una luz tenue y de tonos ocres. De día, cuando todos abren las persianas y descubren las ventanas para dejar entrar al sol en sus departamentos, la viejita cierra las cortinas floreadas y todavía se puede ver la luz que proyecta el televisor y marca el cuadro de la pantalla a través de la tela. No sabemos si duerme o no, el televisor está prendido las 24 horas del día. Rosa, mi mamá, le tiene lástima, pero podría ser peor.
La ventanita donde está la paloma debe corresponder al baño del departamento de la viejita, por su tamaño y por el esmerilado del vidrio que sólo deja ver formas imprecisas y colores difusos. Definitivamente corresponde al baño. Y por fuera, es el baño de las palomas; el derrame del muro del edificio que forma la cavidad de la ventana esta todo cagado. Capaz que se quedó dormida cagando esta paloma, pienso. Y justo en ese momento, cuando vuelvo a levantar la vista, después de hacer el intento de seguir estudiando y fracasar nuevamente, la paloma abre los ojos y comienza a hacer ese movimiento con el cuello que hacen todas las palomas, para atrás y para adelante como marcando el ritmo de una canción; como hacen algunos cuando entran a un bar y todavía no han bebido nada, cuando los parlantes cantan música fuerte y las cabezas marcan intenciones, sugieren.
Afortunadamente la ventana esta cerrada y en ningún momento se me ocurrió abrirla –con el frío que hace sería una estupidez–, esa paloma gorda y perezosa ya había comenzado a irritarme, parecía ufanarse de sus excesos, de su pecaminosa gordura y pereza, y si encima tuviera que escucharla no pasarían dos minutos antes de que le tirara con algo. También está el ruido del camión de basura, que justo se para en el frente de mi edificio a compactar su panza. Están las incansables bocinas de los taxis y el motor del 164, que de seguir así algún día va a quedar ahí nomás en la parada que está a mitad de cuadra, jubilado. El vidrio de la ventana de la cocina y el alboroto callejero tapan el insoportable arrullo de las todas las palomas y de ésta en especial, que ya se ganó mi aversión.
Sé que muy cerca en otra ventana de otro departamento habrá una odiosa reunión de palomas que tampoco escucho pero que sin duda estarán murmurando viles mentiras y conspirando contra algo, contra alguien, únicamente por diversión, esa perversa diversión que se gesta sólo en el ocio encarnado. Estarán, histéricas, girando la cabeza bruscamente en todas las direcciones buscando entrometerse en los asuntos de la ciudad y sus ruidos, practicando esos movimientos propios de las películas de cine mudo, de 16 cuadros por segundo, donde los personajes parecen activados por impulsos intermitentes de electricidad. Sé, también, que en alguna iglesia o en alguna plaza, a sólo unas cuadras de aquí, muy probablemente andarán de a cientos cagando cuanto santo o prócer encuentren bajo sus patas. Pero es ésta paloma, la que tengo en frente mío, la que me fastidia sólo con su presencia; juraría que ya se percató de su poder para alterarme, de su influencia.
Ahora se para y parece que va a despegar, parece disponerse a tomar impulso para volar. Es ahí, cuando se levanta y despega ese enorme y plumoso culo del piso de su nicho, que yo también me levanto de la silla, me arrimo más a la ventana y pego la nariz al vidrio. Es que sinceramente no puedo creer que esa pelota con alas pueda volar, que esa bolsa de excremento pueda quedar suspendida en el aire aunque sea por unos segundos sin caer, sin reventarse contra las baldosas de la entrada de autos 20 metros más abajo. Si eso puede volar, pienso, yo debería poder hacerlo.
Ese bicho de mierda –ahora estoy hablando solo y en voz alta– que no piensa en nada o sólo piensa en cagar toda la ciudad y reproducirse y comer para seguir cagando, no se merece volar, no es digno de poseer la hermosa facultad de ser parte del aire y del cielo. Puede que la naturaleza sea sabia pero no es justa, eso seguro. Y si se trata del designio de algún dios, debe ser de un dios borracho y cínico, irresponsablemente dadivoso. Nosotros, que nos pasamos la vida soñando que cortamos las nubes con la mano y viajamos libremente sin tocar el suelo, lejos del despotismo estructurante de las calles, los caminos y las señales. Volamos de la mano en nuestra imaginación, volamos abrazados, únicamente sujetos a la voluntad. Con los ojos cerrados, con las manos marcando rumbos o midiendo con los dedos el tamaño de los campos y las ciudades. No es justo que ese repugnante y obsceno animalito me mire burlonamente, como lo esta haciendo, tome impulso y salga volando hasta perderse en el cielo, dejándome atrapado en esta caja de concreto y a punto de gritar de la bronca. Recluido en una lectura que no me interesa, que no me hace soñar ni me quita el sueño, y confinado en una ciudad de gentes pegadas al suelo y a la vida segura, grises y miserables pedestres.
Le tendría que haber tirado con algo, pienso, con un zapato viejo o mejor, con el libro de estudio que me sigue esperando, paciente, sobre la mesa.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Sí Fico estoy totalmente de acuerdo con vos, me parece muy injusto que nosotros "seres inteligentes" no podamos volar. Ojala que despues de evolucionados reencarnemos en seres alados y así formar parte del aire y del cielo. Un poco loco pero, quién sabe...Tu hermanita.

f i c o dijo...

Inteligentes no sé, pero quien puede asegurar realmente que somos seres "evolucionados", que no vayamos a volar en algún momento. No yo ni vos pero alguien de acá a algunos millones de años si es que no evolucionan paralelamente las bombas para reventar el mundo. Gracias flaca, aun queda la esperanza, guardala bien guardada.